Nuevo diccionario

En los últimos años hemos sido testigos de cómo el diccionario gastronómico y enológico ha ido acuñando nuevos términos. Poco a poco se ha ido construyendo un glosario en el que se incluyen palabras que, o bien están asentadas -y casi todo el mundo conoce-, o bien siguen sonando a chino. Hay de todo.

Hasta hace cuatro días, cuando no existía la revolución actual, se manejaba una terminología que, ni mucho menos, podía llegar a donde ha llegado. Por ejemplo, ¿alguien había oído hablar hace una década del flying winemaker?. Probablemente la gente del sector sí, pero el resto de los mortales no tenía ni pajolera idea de qué significaba.

En el mundo del vino esta nueva verborrea quizá sea más ajustada si la comparamos con la culinaria. Aquí uno se puede volver loco entre comfort food, cocina molecular, casual dining, bag bar, business chefs, brunch y mil voces más. ¡Pero si hasta el buffet libre ha cambiado de nombre y ahora lo que mola es llamarle all you can eat!.

Naturalmente la eclosión gastronómica ha hecho que surjan términos, casi siempre con reminiscencias anglosajonas, que sirven para definir las nuevas corrientes de vanguardia. Y al vino, aunque en menor medida, también han llegado… ¿qué se piensan?.

Lo del flying winemaker es un vocablo que se emplea hoy en día para designar a los “enólogos volantes, esos técnicos que transmiten a los vinos su sello personal. Viajan de terruño en terruño, recorren pagos, fincas y haciendas, asesoran, prodigan consejos, definen el estilo de los vinos de cada campaña y hacen la puesta a punto de todos los coupages”. Entre estos asesores destacan, por ejemplo Michel Rolland y Olivier Dauga, en Burdeos, Martín Shaw, en Australia, o Mariano García, Peter Sisseck, Ignacio de Miguel, Telmo Rodríguez y Sara Pérez, en nuestro país.

Otra expresión que ha calado hondo en el lenguaje vinícola es winespa -o vinoterapia-, un concepto tipo termal que emplea las sustancias fenólicas contenidas en la piel y en las pepitas de la uva. Es decir, que en un balneario, además de todos los métodos habidos y por haber, también se pueden encontrar baños en barricas, lodos y fangos, envolturas, exfoliantes y demás. Los primeros que aplicaron los principios activos del vino a los tratamientos de belleza fueron los propietarios de Château Smith Haut Laffite, en Burdeos. Crearon el primer spa de vinoterapia del mundo.

También anglicismo es el wine- bar, o lo que es lo mismo, el bar de vinos de toda la vida. Lo que ocurre es que diciéndolo en inglés parece que es más guay. Fuera de coñas, ahora son espacios mucho más sofisticados, con servicio de vino por copas, cartas que da gusto leerlas y todo tipo de detalles en vajilla, presentación y apariencia. El Bole de Zaragoza, sin ir más lejos, es un claro ejemplo de este nuevo concepto hostelero. Al menos fue el que defendió este término en la capital del Ebro. Digan lo que digan.

De todas formas, además de la palabrería ultramoderna recién nacida, como aquel que dice, y venida a más, hay otros vocablos que corresponden a estilos o tipos de vino. Son corrientes que están muy de moda y que, hace tiempo, nadie entendía.

¿Qué me dicen de los vinos de garaje?, ¿se acuerdan de cuándo empezaron a dar que hablar?. Para salir de dudas, echemos mano de una fuente fiable y amena –luego digo el pecador- que los define como: “Son la evidencia de que para hacer un gran vino se precisan conocimientos, sensibilidad y un viñedo singular. La bodega se puede tomar prestada o reconvertir para tal efecto el garaje de casa. De instalaciones de juguete han salido vinazos como L´Ermita, Clos Erasmus, Pingus o Belondrade- Lurton. Vinos de escasa producción y elaboración cuidadísima, en los que se miman los detalles y los precios, en la mayoría de los casos disparatados”.

 También llegaron de repente los vinos de diseño. Y vinieron en barco, concretamente de Australia, donde “al no existir tradición vitivinícola, ni un viñedo histórico, los viticultores y bodegueros decidieron plantar las cepas que les permitieran elaborar vinos de acuerdo con el gusto de los consumidores. Es decir, dieron la vuelta por completo al proceso tradicional de creación de un vino, que tiene siempre como punto de partida el viñedo. De esta forma, los enólogos diseñaron vinos a la carta y son, más que fruto de la tierra, productos del más avanzado y radical marketing”.

Todo lo contrario a los de diseño son los vinos biodinámicos, “que se cultivan en pequeños viñedos- granja de acuerdo con prácticas agrícolas que, aunque se antojan caprichosas en la medida que siguen los dictados de la Luna y los planetas, resultan extremadamente respetuosas con la naturaleza”.

Como ven, estamos siendo testigos de una evolución que trae consigo su propia terminología. Todas las palabras aquí listadas y muchas más, muchísimas, están reflejadas en el Diccionario Gastronómico del siglo XXI “Fashion Food”, un libro de Julia Pérez y José Carlos Capel (El País Aguilar) que bien merece una entretenida y pausada lectura. Así estarán al corriente de qué son y qué significado tienen muchos términos que están a la orden del día. De aquí a unos años ya veremos lo que somos capaces de inventar. De todas formas espérense cualquier cosa porque vamos a la velocidad del rayo.

 

 

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Carrera del Roscón 2013

El día salió mucho menos ventoso que el año pasado. Ni cierzo ni nada que se le pareciese -aunque la temperatura tampoco era como para extender la esterilla-. Hacía una mañana perfecta para correr y esa misma sensación debimos tenerla los más de 1.300 inscritos que estábamos en la línea de salida, apretujados como los atunes en la “levantá”.

Otro año más, casi sin darnos cuenta, estábamos esperando el pistoletazo de salida de la Carrera del Roscón, una de las grandes del enero runnero zaragozano.

El año pasado fui mucho más nervioso. Tal vez por ser novato en dicha prueba o por querer hacerlo bien. Pero esta vez todo fue distinto: ni la había preparado -en mi humilde posición-, ni tenía a la vista ningún objetivo… solamente quería correr y disfrutar. Y ambas se cumplieron. Tenía dudas de cómo se resolvería todo porque apenas había corrido en un mes pero no me importaba. Iba acompañado por mis primos y mi big friend Jesús Larrumbe y eso sumó muchos puntos… aunque no los vi en toda la carrera.

Total, que cuando todo el mundo echa a correr, es cuando hizo acto de presencia el diablillo ese que dice “o te dejas media vida o te quedarás con mal sabor de boca”. Y, tonto de mí, le hice caso. Sin reloj es difícil controlar el ritmo que llevas –cosa que no le sucede a los runners duchos- pero me sentía a gusto estando en la mitad de grupo, por detrás del globo de 45´, siguiéndolo de cerca. Momento de incertidumbre: tiro, no tiro, podré mantener el ritmo, me desplomaré en una cuneta… las tonterías esas que se nos pasan por la cabeza cuando, en realidad, no paramos a pensar en lo que estamos haciendo: pasar una mañana haciendo algo que nos gusta.

Hasta el kilómetro 5 bien, cómodo. No pude acoplarme a ningún grupo pero no le di demasiada importancia. Lo esencial era mantener el ritmo y tirar como fuera. Pasé el ecuador de la carrera sin saber cómo iba. Eso sí, al globo todavía lo veía.

A partir del kilómetro 8, más o menos, me sobrevino un pensamiento muy raro: “podías haber dado más”, “no te has esforzado lo suficiente”… rollos extraños como si hubiese tirado la toalla, dado que todavía no había terminado la carrera. Y fue entonces cuando decidí apretar un poco y hacer los últimos metros con un optimismo que se me salía del cuerpo –todo hay que decirlo, también influyó el punch que imprimen los Judas Priest en el iPod-.

Vi el crono en la línea de meta: 44´37´´ (44´20´´ TR), lo que me proporcionó un subidón inmenso. Para no haberla preparado y no tener ni pajolera idea del ritmo era un tiempo más que satisfactorio. Ya, cuando me junté con la friend&family todo se multiplicó por mil.

Mi amigo Jesús entró en novena posición con un tiempazo de 35´13´´ (cómo corre el cabrón) y Peter, el mayor de la saga, paró el crono en 36´36´´… y eso que iba de paseo!!!. Enrique, que se está preparando un medio Ironman, cerró en 45´05´´ y nuestro hermano gemelo, que sale a correr una vez al mes, batió su propia marca (50´28´´). Tiene mucho mérito.

En resumidas cuentas, una gran carrera con una organización de diez que me dio el optimismo que me faltaba para preparar las dos siguientes: la Carrera del Ebro y, sobre todo, la Cursa de Bombers de Lleida. La primera la tomaré como entrenamiento de calidad pero la segunda… en la segunda, como no me porte bien me corto la coleta, cuelgo las zapatillas y me dedico solamente al wine, o lo que es lo mismo, al 50% de este blog.

De mil duros a tres euros

Hubo un tiempo en el que proliferó un segmento de vinos que hoy está más tieso que la mojama –salvo honrosas excepciones, como siempre-. Me refiero a los que muchos llamaron “vinos de mil duros” porque era el precio medio que rondaban los susodichos. Cualquier bodega debía tener un producto en esa posición y claro, no todo el mundo podía o sabía hacerlo.

Fue casi fiebre la que el propio sector sintió hacia ese nicho de mercado. De la noche a la mañana comenzaron a aflorar marcas gestadas en bodegas que nunca habían elevado el listón tan alto. Unas, las que pudieron y supieron, se convirtieron en referencias archiconocidas y otras, queriendo morir de éxito, se estamparon contra el muro de la mediocridad.

Hoy siguen existiendo y salvo el paso de pesetas a euros han cambiado poco. Resisten como pueden el chaparrón y las existencias se mueven muy pero que muy despacio. Ahí están, arrinconadas en los estantes, porque el personal ha dejado de pedirlas con la alegría que antes lo hacía.

Alcanzaron su apogeo en la época de las tarjetas de crédito para comidas de empresa, en tiempos de aguinaldos cuantiosos y en momentos de despilfarro sin límites. El “a ver quién puede más” también llegó al sector del vino y muchos se quedaron en el intento. Y es normal, la alta costura solo sale de talleres fetén y no de sótanos mugrientos y oscuros.

A día de hoy, dada la situación actual, el segmento que se pretende cubrir es otro bien distinto, mucho más modesto. Ni el precio ni la posición top son los condicionantes. Ahora, con mucho acierto, se están elaborando vinos con una sensacional relación calidad-precio-placer- imagen. Quiero decir, que de los mil duros se ha pasado a los tres euros. Estos vinos sí que rotan, se mueven con más facilidad y tienen mayor salida. Para el consumidor es una buena fórmula aunque seguro que mientras se descorcha la botella se acuerda de cómo fueron los otros tiempos. Mucho más boyantes.

¿Qué está sucediendo en Calatayud?

No sé si a ustedes les sucede lo mismo que a mí cuando sale a escena el nombre de la D.O. Calatayud. Desconozco si coincidimos en opiniones y juicios pero creo que es de justicia reflexionar acerca del empujón que ha dado tanto la marca genérica, como muchos de sus vinos en los últimos años. A mi me parece asombroso el cambio que ha experimentado así que, como es digno de quitarse el sombrero, démosle una vuelta a lo que le está sucediendo en Calatayud.

He seguido desde hace tiempo los movimientos que se han producido en esta zona, primero por puro placer, porque me tira mucho esa tierra y, segundo, porque como persona involucrada en el sector -por aquello de informar- tengo obligación de hacerlo. Hasta hace cuatro días -y no es un decir- el mensaje que le llegaba al público aragonés era poco más que “es la denominación de origen más joven de Aragón”, mientras la prensa especializada hablaba principalmente del “potencial enológico”. Y dale con el potencial… aquello a mí me sonaba a oso cavernario que no despertaba de su hibernación. Luego, como en tantas otras zonas, también se invocaba a la ansiada locomotora, esa que debía hacer de efecto motriz para el resto.

Ajena -o no- a esos comentarios Calatayud iba a lo suyo, haciendo poco ruido en el mercado natural, consolidándose como una de las zonas del país que mayor porcentaje movía en la exportación e incluso fraguando un escalón superior en la estratificación de sus vinos -¿les suena Calatayud Superior?-. A la chita callando, los elaborados en la D.O. seguían ganándole metros a su carrera de fondo.

Sin embargo, resulta que de golpe y porrazo en Aragón comenzamos a darnos cuenta de lo que está pasando y, por fin, somos conscientes de toda esa evolución y proyección. De repente comienzan a surgir nuevos proyectos, otros clásicos se reinventan, el potencial deja de ser una quimera, la locomotora viaja en alta velocidad y la imagen de Calatayud se plasma en un puñado de vinazos capaces de desenvolverse sobradamente en cualquier escenario.

Así pues, y ahora supongo que sí coincidirán conmigo, la D.O. Calatayud ha evolucionado más en los dos últimos años que en los veinte anteriores. De hecho, en ninguna otra zona aragonesa han aparecido tantas referencias nuevas como las que acaban de surgir en el suelo bilbilitano. Juntas y por separado están contribuyendo a esa limpieza de fachada. Y es que la imagen de una denominación es cosa de sus bodegas… y naturalmente de quienes están detrás.

 

 

New generation

Como decía, el resurgir bilbilitano está apoyado en una serie de vinazos que son los que confirman este momento de cambio.

Algunos proceden de esas bodegas reinventadas. Por ejemplo, la Garnacha Centenaria que elaboran los hermanos Langa. Es una especie de vieja rockera que muestra con muchísimo orgullo lo que puede dar de sí una casta tan arraigada al suelo de Calatayud como es la Garnacha.

Ya si nos metemos en casas de mayor volumen es obvio citar a Bodegas y Viñedos del Jalón. Cuando parecía que su marca estrella ya no daba más de sí dan el campanazo con el lanzamiento del Alto Las Pizarras y arrasan en el mercado internacional. Ahora, para más INRI, cuentan con un catálogo que contempla más referencias “de autor”.

Por último, puesto que de clásicos vamos, lo de Rubén Magallanes, Yolanda Díaz y el resto del equipo de Bodegas San Alejandro también se las trae. Siguen en su afán de abanderar ricas y serias Garnachas y, además de una larga retahíla de tintos, como pueda ser por ejemplo Las Rocas, van y apuestan por un Blanco de Hielo que está que se sale. Eso es adaptación y heterogeneidad.

Luego están los que acaban de surgir en proyectos modestos, de muy poca producción, como puedan ser Samitier, un tinto que aporta lo suyo con diferenciación, personalidad y el garante de su responsable José Antonio Ibarra,  o Lajas, elaborado entre Manuel Castro y Javier Lázaro en la zona de Acered. Allí tienen algunas de las viñas más altas de Aragón –sobrepasan los 1.000 metros sobre el nivel del mar- y eso le aporta cierta notoriedad a cada una de las botellas que salen a la calle.

Sonado fue, por supuesto, el desembarco del mismísimo Norrel Robertson, un Master of Wine que se instaló en Calatayud para alumbrar marcas tan reputadas como Papa Luna, Manga del Brujo o El Puño. El “escocés volante” vio lo que había en esta tierra y no se lo pensó dos veces.

No fue el único proyecto sonado que vino de fuera. Jorge Ordóñez trajo consigo el Atteca Armas que, sin duda, revolucionó la percepción que se tenía de Calatayud. Fue una de aquellas locomotoras y digo una, que no la única.

También han desembarcado otras manos, como las de Raúl Acha y su visión de las Garnachas de España, para poner en valor algo que, incluso, sirve de nombre a una nueva referencia procedente de Calatayud: La Garnacha olvidada de Aragón.

Y Nietro -depende de Alianza de Garapiteros-, como novedad novedosa, es otra de las marcas que deben seguirse de cerca, bien sea en su versión tinta o en el Macabeo de Viñas Viejas.

Con esta retahíla de marcas hagan memoria y díganme sinceramente si Calatayud ha cambiado. Será la más joven de Aragón pero los pasos que está dando por fin van acordes con la edad.