Llevaba tiempo con la mosca detrás de la oreja, algo más de dos años para ser exactos.
El día que empecé a correr, mientras me arrastraba por el Parque Grande de Zaragotam, me pregunté si algún día sería capaz de trotar durante 60 minutos seguidos. Pasaron los meses y, cuando pude hacerlo –jodo si me costó-, surgió otra interrogante: “oye Navas, ¿y terminar un maratón?”. Vaya preguntica. Fue una especie de arrebato, una inconsciencia de esas que conforme avanza el calendario va tomando forma y se convierte en firme propósito.
El pasado 24 de noviembre fue mi primera vez y si he tardado tanto en colgar este post ha sido porque hasta ahora mismo no he bajado de la nube. ¡¡¡42kms, ya está!!!… ¡¡¡objetivo cumplido!!!.
Resulta complicado transcribir los momentos previos -porque fue algo más que una carrera- pero allá que van.
Fui a Donosti con mi hermano, con mis padres y con muchísimas sensaciones que viajaban en el maletero del coche. El trayecto muy entretenido, para variar. Café en un área de servicio, mira que te mira al cielo porque las nubes daban muy mal rollo, dónde cojones está el Hesperia… llegamos sin problema y, directamente, a por el dorsal.
Una vez en el hotel tocaba preparar el equipo y, sobre todo, hacerse a la idea de los 42.195 metros que esperaban el domingo. Por suerte, según nos dijeron en recepción, las previsiones climatológicas iban a cambiar y las lluvias anunciadas no iban a hacer acto de presencia. Lo mismo que el viento.
Como siempre, la noche anterior estuvo salpicada de risas, con el brodel templando los nervios y transmitiendo calma, con una cena en la que ni faltó birra&vino, ni ver a otros corredores que estaban en las mesas de al lado y que habían ido a Donosti a hacer lo mismo –a los animalicos se les reconoce a la legua-. Esa noche, contra todo pronóstico, dormí bien, muy bien.
El domingo, día D, pronto a Anoeta, madruganding. Café, acojono, pis del miedo, caras serias, fresquiviri, bolsas a consigna, miedico… lo de siempre pero multiplicado por 42, que por algo era una carrera atípica.
Nueve de la mañana, AC/DC sonando a todo trapo en la línea de salida y tira maño que ese ruido que has escuchado es el pistoletazo. Ratas a la carrera: los del maratón, la media, los del 10k… mogollón de gente que empieza a tomarle el pulso a los primeros metros.
Nuestro ritmo de salida 5´10´´. Algo rápido para servidor teniendo en cuenta que faltaba un huevo para terminar. De hecho, no habíamos hecho más que empezar.
Mis previsiones eran acabar y, si era posible, bajar de cuatro horas. Pero mi hermano, que me conoce mejor que nadie, quería rascar 3h40min. Me decía “¿vas cómodo?”, “¿sin forzar?”. “Si, si brodel, tranqui pero no sé si aguanto a este ritmo”. Siguió “aunque te parezca extraño, se nos va a hacer muy corto”. Tenía razón, pasamos la media en 1h47min y era cierto. En un visto y no visto habíamos cubierto la mitad del recorrido aunque claro, el muro ese estaba cada vez más cerca.
No sé qué sucedió pero en el km 30, cuando estaba a punto de presentarse el tío ese del mazo, mi hermano le debió intimidar diciéndole “ni se te ocurra aparecer porque te sacudo una hostia que te doblo”. Resultado, ni rastro del capullo ese. No tuvo valor de asomar la cabeza porque sabía que mi hermano iba en serio.
Dos semanas antes de la carrera, como secuelas que coleaban del bendito Trail de Guara, había estado en el fisio y en el masajista porque me molestaba la rodilla izquierda. Y sería en el kilómetro 33 o 34 de la maratón cuando empecé a notar pinchazos. Lo hablo con Jorge y me dice que él va tocado de un pie, que lo está pasando mal. Luego, horas más tarde, en el hotel, me dice que de dolores nada, que era mentira, que fue de puta madre durante todo el recorrido. Sin darme cuenta me había dado una lección de psicología deportiva aplastante –y muy efectiva-. Hizo que mi cabeza pensase en cómo estaba él y de inmediato desaparecieron los dolores de mi pierna. Conclusión: todo está en la cabeza. Todo.
En el km 37 me noté flojo, muy flojo, pero seguíamos a 5´10´´. Por lo tanto había que tirar como fuera porque estábamos encarando el regreso a Anoeta –habíamos pasado ya en el km 6 y en el km 24-. No faltaba nada. Estábamos a pocos kilómetros de lograr algo que había comenzado hacía mucho tiempo.
Cuando estábamos por La Concha el público animaba un montón. Veíamos a gente que estaba caminando o estirando porque el cuerpo les había dado algún latigazo, familiares que esperaban a los suyos, griterío, ambiente, mucho barullo en definitiva. Nosotros seguíamos corriendo, viniéndonos arriba por momentos aunque el brodel me paraba los pies. “Tato, floja un poco que todavía queda carrera”. Qué razón llevaba… como siempre.
En el momento que ves el estadio te das cuenta de que puede hacerse, que no debes guardar nada y que las piernas no son las que corren. Ni la cabeza. El corazón, el coraje, la ilusión, la memoria y el orgullo son los que menean la máquina en esos momentos. Y, por supuesto, la sombra de mi hermano que seguía a diez centímetros de mí.
Por fin meta. Imaginad con lo blandico que es uno lo que sucedió en ese instante. Emoción desbordada, familia, sueño cumplido… una sensación indescriptible que ya está dentro de mis momentos imborrables.
A todo esto, capítulo importante de aquel 24 de noviembre, se presentaron sin avisar y escalonadamente mis primos. Son inmensamente generosos y, pancarta en mano, estuvieron apoyando durante todas y cada una de las zancadas que dimos. Cuando vas sin fuelle no sabes la motivación que da ver a alguien querido que, sacrificando su tiempo, ha decidido sumarse a la fiesta. Allí estaban Luis runner volador, su inseparable Silvi y mis gemelos Enrique y Miguel.
Ellos, mis padres, mis admirados Ina&Maru, un estadio, últimos metros, el tartán de Anoeta. De repente sobrevinieron imágenes de octubre de 2010, cuando daba los primeros pasos, y automáticamente comenzaron a surgir fotogramas que me recordaron a toda esa gente que me ha echado un cable. Lógicamente rompí a llorar.
Un maratón es la hostia. Es un propósito que, en ocasiones, se convierte en algo alcanzable. Es un punto de motivación, una consecuencia que confirma que la superación se puede lograr. Y lo digo yo que no empecé de cero sino de menos diez. Si he podido cualquiera puede hacerlo.
Eso sí, para conseguirlo, tienes que tener cerca de un espejo, a un apoyo que se llame Jorge Navascués. Ahora que ya ha pasado todo me doy cuenta que el principal motivo de haber empezado a correr ha sido él. Siempre que esté ahí iré cumpliendo los mal llamados objetivos. Prefiero interpretarlos y reconvertirlos, a partir de ahora, en sueños.