A las ocho de la mañana me desperté con una soporífera sensación de pereza y cansancio. Y no por haber pasado mala noche sino por saber que 24 horas más tarde seguiría en pie… o a rastras, que para el caso patatas.
Tras la amanecida me entraron unos nervios mucho más intensos que los típicos que acompañan a las previas de otras carreras. En esta ocasión era distinto porque, por primera vez en mi vida, iba a intentar algo que acojonaba de mala manera. 75kms, 75kms, 75kms… erre que erre con esa distancia sin quitármela de la cabeza.
Nada más salir de casa, yendo al trabajo, pensé “¿por qué estás así alma cándida?, si te gusta correr aprovéchalo, déjate de rollos y haz lo posible por disfrutar, que luego ya vendrá el palizón”. Y así lo hice. Aparqué la angustia y me limité a hacer lo que trae cualquier día laborable: currar, echarle ganas y concentrarme en las tareas habituales. Como se suele decir, a lo que estamos escopeta.
Fue pasando el día y en esas me planté a las 23:30 en la Plaza del Pilar, donde ya estaban prácticamente los 40 inscritos a la prueba en su versión “corre Forest, corre”. Buen ambiente, caras conocidas, la gente de Os Andarines ultimando detalles y, hete aquí, la primera sorpresa de la noche: mis primos. Vinieron con la misma pancarta que trajeron al maratón de Donosti y con los ánimos y consejos de siempre. ¡¡¡Chicos, sois increíblemente inmensos!!!.

Foto de familia poco antes de la salida
A las 00:00, tal y como estaba previsto, el señor Gallego dio la salida y… ¿dónde van estos locos?… ¿será posible la velocidad que llevan?. No quería descolgarme a la primera de cambio y me metí en el pelotón para no perder ritmo. Los primeros metros fueron muy amenos, por el nervio de haber empezado, por las vaciladas de Antonio -de los Corredores del Ebro-, por la gente que, incrédula, alucinaba sabiendo que íbamos hacia Huesca… eso sí, para mi modesto nivel de popurruner aficionado, íbamos demasiado rápido. En torno a 5´30´´ el mil.
Salimos de Zaragoza, pasamos San Juan de Mozarrifar y llegamos a Villanueva de Gállego. Allí breve parada a pie de carretera para evacuar y me descolgué del grupo. No problem porque enseguida fui pillando a los últimos senderistas (que habían iniciado su andadura a las 22.00h) y las opciones de despistarme y tomar el camino erróneo se minimizaron.
A las 03:00 entré en Zuera acompañado de alguien -por aquel entonces compañero anónimo- que más tarde se convertiría en pieza fundamental de esta experiencia. Avituallamiento a base de plátanos, naranjas, agua y ambulancia. Fui a ver si tenían reflex o algo similar pero lo que recibí fueron unas friegas con alcohol en las rodillas. Empezaban a molestar y quería que algún ducho les echase un vistazo. Conclusión: dudas disipadas porque no llevaba ninguna contractura pero salí de la furgoneta con una peste a ginebra que me recordó que lo mío, a esas horas de la madrugada, no era precisamente correr.
Salí del pueblo con el nuevo compi –y los efluvios de alcohol- y tras dejar atrás Zuera se unió otro corredor que había parado a estirar.
Sin comerlo ni beberlo -benditas estas pruebas por ello- creamos un grupete que no se deshizo hasta la meta. Esto es uno de los añadidos
que tienen las carreras tan largas, que haces piña y coincides con gente excepcional.

Primeras luces del día tras haber salido de Almudévar
Transcurrían las horas, pasaban los kilómetros, manteníamos charlas cada vez más distendidas y empezábamos a aplicar el método “CACO”, caminar y correr. Barritas, geles, más avituallamientos, rectas interminables, pegados a la autovía, más kilómetros, andarines que llevaban su marcha, y, tatachan, Almudévar a la vista… aunque bastante lejos.
Mis compañeros de viaje me advirtieron de la dureza de ese tramo. Eran reincidentes en la Jorgeada y conocían bien el terreno. “Aunque veas el pueblo ahí mismo parece que lo arrastran porque no se llega nunca”. Qué razón llevaban. Di que, al menos, empezaba a amanecer y eso motiva mucho. Tanto como ver a Juan y a Basilio, de la sección de montaña de ONCE Aragón, con los que grabé un programa en el Moncayo, o al señor Fabana que, nuevamente, hacía de guía con el también invidente Javier Fran. Qué tíos… menudo ritmo llevaban. Tremenda alegría al verlos, a todos, sin excepción.
El reloj marcaba las 07:45 y ya estábamos en Almudévar. Yo particularmente me encontraba algo tocado pero tenía la confianza suficiente de saber que entraría en Huesca. A todo esto, mientras andábamos, había que informar a la familia a través del chat y los ánimos que acompañaban cada WhatsApp me impulsaban a seguir, a no reblar. Mi hijo Pablo, el mayor de los pequeños, me dijo la noche anterior que no parase, que llegase hasta el final. Y su frase retumbaba acompañada de alguna discreta lagrimilla.

Con Javier y Daniel, dos tipos inmensamente generosos que me ayudaron hasta el final
El último tercio de la carrera es el más trailero pero también el más complicado porque llevas una paliza elegante en el cuerpo. Pocos
trotes hicimos y muchos tramos caminando. A medio camino suena el teléfono… era Lucas, más conocido por su nick Calvo con Barba. No esperaba la llamada y, nuevamente, me regaló otro motivo para continuar avanzando… aunque fuera a duras penas. Cada kilómetro costaba un sacrificio y se avanzaba muy despacio. Pero “Chino- Chano” fuimos aproximándonos a la capital altoaragonesa. Estaba cerca pero, hostias, no llegábamos nunca.
Entramos en Huesca y en la ermita de San Jorge había un desbarajuste tremendo; que si la corporación del ayuntamiento, gente a tutiplén, la llegada de otra carrera… total que directamente fuimos al pabellón donde estaba la meta. Allí mi familia y los friends Víctor&Noe que habían venido de propio. Imaginad la estampa. Toda la emoción contenida durante 11h02min se desató en ese instante. Alegría, lloros, felicitaciones, mensajes sin cesar… uno de esos momentos por los que merece la pena hacer una sacudida de estas.

¿Dónde se ha visto terminar una carrera y no celebrarlo con cigarrillo&cerveza?
La Jorgeada fue una auténtica experiencia. Por el mero hecho de terminarla; por ver a mi familia en la línea de meta; por iniciarme en calcetinadas tan largas como ésta; por conocer a Daniel Pérez y a Javier Sánchez, compañeros sin los que ni de coña hubiese llegado al kilómetro 75 –mi admiración y gratitud a ambos porque fueron el gran descubrimiento de la prueba… dos tipos de 10-; por compartir algún kilómetro con José Fabara y los ciegos, que le echan una rasmia apabullante a la vida; por saludar a gente nueva de Andandaeh y Corredores del Ebro con los que pronto volveré a coincidir; por el eco que hicieron mis amigos de Aragón en Abierto en el programa de la tarde; por la permanente presencia de mi hermano; por haber cumplido algo que hace tiempo era impensable; por recibir trillones de ánimos de muchísima gente… Por todo ello, mi bautismo en la Jorgeada mereció la pena.
No importan los ritmos, ni el tiempo invertido, ni los bajones anímicos o los momentos de euforia. Este tipo de carreras, desde mi humilde punto de vista, simplemente se intentan. Mi condición, más trotona que pretenciosa, no aspira a mucho. Simplemente me gusta correr.